Estimados, saludos desde el este... Hoy me levanté (si, a las 3 de la tarde, pero más vale algún día que nunca?) con la intención de torturarlos literariamente, que se queden gritando basta por favor. Resumiendo, he decidido subir una de las porquerías últimas que escribí. En esta ocasión es una cursilada de tamaña familiar, pero bueno, es toda suya, la dejo para que sea destrozada por la crítica (y a no pensar que esto es esa basura de humildad y todo eso, no, lo dicho es cierto, a comprobarlo entonces). Abrazo grande
Hubiera sido mejor que no la hubieses conocido
Esa mañana amaneció como una mañana cualquiera de otoño. Gris, fría y ventosa.
Desde abajo de las mantas el mundo parece un sitio mejor, mientras el viento soplaba afuera haciendo moverse la puerta mosquitero de la entrada.
Media hora dando vueltas en la cama con el ruido de las olas a lo lejos. En cierto momento el cuerpo le pide a uno un café, un gin tonic o un polvo. Los dos primeros se podían solucionar, en cuanto al último, uno le pierde interés un poco a los polvos con la edad y se lo deja para un lindo abrazo, un buen vino al borde de la chimenena, una buena charla y después si, un polvo como dios manda.
Igualmente un polvo de cuando en cuando no le hace mal a nadie, solía decir Dan, amigo desde hace años de Jorge.
A los veinte eran prometedores guitarristas, todo expectativas e ilusiones. Dan lo es, Jorge dejó de intentarlo hace tiempo. A los treinta la cosa era un tanto distinta.
El amor era solo un espejismo con el que uno sueña encontrarse, pero en lugar de eso se cruza con charlas aburridas, mujeres sin imaginación, hasta que aparece una o dos en el mejor de los casos, que cuando se van lo dejan a uno roto, con pedazos que desparramados en la marea empiezan a perderse. Y a uno le empiezan a quedar las noches con mujeres que le aburren, aunque de cuando en cuando aparece algo que a uno le hace querer volver a respirar, a sentir la lluvia en la cara, a salir a andar en moto un día de invierno y estupideces similares.
El pitido de la caldera avisando que el agua estaba hirviendo le sacó de los pensamientos patéticos por un instante tal como los llamaba la última mujer que le marcó, refiriéndose a lo que él consideraba su lado más encantador, el de soñador.
La vida era un poco mejor bajo las frazadas y con un café, podrían serlo mucho más si hubiera una señorita que le impidiera a uno concentrarse en el café, pero las cosas eran así. Desde hacía unos 2 años que no tenía un amor, polvos si, pero no un amor. Sutil diferencia.
Esa mañana otoñal en ese pueblito costero que fuera de temporada quedaba casi vacío le deparaba una gran sorpresa, hecho que nada pareció advertirle.
Jorge se empezó a quedar dormido con la taza en la mano. Lo inevitable ocurrió, el café semi hirviendo hizo un viaje solo de ida hasta su camisa. Se levantó puteando, la taza cayó al piso haciéndose pedazos. Fue al baño, y se enjuagó el cuerpo, buena metáfora para darse un baño.
Rato después salió de la casa. Nadie en la calle de tierra, fue al almacén, que era el único sitio abierto en esa época del año, compró tabaco y fue a la playa.
El mar estaba crecido, el viento fuerte hacía difícil prender el cigarro, las nubes tapaban el sol.
El hombre empezó a caminar rumbo al oeste, siguiendo la costa, perdido un poco en lo que a su cabeza se le ocurriese. El pasado, el presente, los recuerdos, las ilusiones rotas, el hecho de que su último polvo fue hace un par de semanas era algo que comenzaba a molestarle.
Recordó aquella tonta muchacha de veinte que se sorprendió de que un escritor cogiera tan bien. – Creí que ustedes no precisaban de estas cosas.
A lo que él contestó que justamente estas cosas, el alcohol, un porro cada tanto y algún extra más era justamente lo que le permitía seguir en este mundo y por ende escribiendo.
La muchacha le pidió el teléfono, lo intercambiaron, aunque aquello era cosa de un solo polvo, por supuesto.
El patético soñador hacía ya un tiempo que no tenía demasiadas ilusiones al respecto. Además, digamos que el tipo de especimen femenino de aquella noche no era algo demasiado inspirador. Era como la musa de un cocainómano con síndrome de abstinencia, que en lo único que puede pensar es en el próximo gramo, cuando será, que sea ya, que sea ya, mientras el mundo gira de a poco más lento y las horas se convierten en años.
La arena estaba apenas húmeda y las huellas casi ni se notaban.
El cielo completamente cubierto sobre su cabeza daba la sensación de que en vez de ser casi mediodía, estaba ante el preludio del atardecer. Todo es un preludio del atardecer pensó en voz alta y riendo ante la réplica de – Patético, que la voz de Carolina repitió en su cabeza.
Los minutos empezaron a irse y otro tabaco suplantó al anterior, mientras el caminante entonaba Like a rolling stone, versión Dylan, como debía de ser ante tres gaviotas que eran el público de aquel espectáculo, vengan, pasen, observen como un corazón muere de a poco. La idea de estar sufriendo una suerte de paro cardíaco – sentimental crónico le hizo gracia, era una linda línea para poner sobre papel en blanco.
Desde hacía dos meses que la playa estaba vacía, los turistas en trajes de baño y bikinis bien rellenos habían dejado paso a la completa calma, soledad y frío. Salvo el tipo del almacén, un viejo de casi sesenta y Joaquín, el vecino de un par de cuadras más abajo, otro viejo poeta que cansado de la cocaína se retiró a vivir en la soledad de aquel pueblito y alguna que otra persona no demasiado bien de la cabeza, como todos los que vivían allí luego del verano era cuanto había en el pueblo.
A lo lejos divisó alguien sentado en la arena, estaba leyendo?
Era una mujer, pelo suelto agitado por el viento, linda figura, al menos cuanto se puede decir de una mujer sentada en la arena y con campera encima. A medida que se iba acercando la pudo ver mejor.
No estaba nada mal, pasaba de los veinte, pero no por mucho, pelo castaño claro ondulado, y unos lindos ojos claros que pudo ver cuando la muchacha se percató de la cercanía del extraño. Hola dijo. Bajándose la bufanda azul que le cubría la boca y enseñando una sonrisa de niña. Claro, el resto de su cuerpo mostraba que desde hacía un tiempo que ya que no lo era.
Mierda, pensó Jorge, es casi como una suerte de angel caído, los ojos tenían una tristeza casi poética, la sonrisa era de niña, el pelo lindo, ella parecía estar divina. Tengo que decirle algo, pensó para adentro.
Pero no hizo falta, la muchacha cerró el libro que estaba leyendo. Era “pasadas las doce”, el primer libro que el hombre había escrito y que pudo vender, a los veinte años. Luego vinieron un par más, una reputación de revelación de la novela contemporánea y después, desapareció, se fue al pueblito y ya casi ni escribía. Las noches pasaban entre gin tonic, unos daikiris, vino, algún faso y viajes al pueblo más cercano, donde conseguiría un polvo y volvería borracho a casa con el sol de la mañana.
La chica no lo había reconocido, pensó. La sonrisa de aquel joven pretencioso que había en la contratapa hacía un tiempo que había desaparecido, en su lugar, las incipientes canas, el humor ácido, la ironía y el entierro de algunos de sus mejores sueños fueron lo que quedó.
- ¿Que tal el libro?atinó a preguntar.
- Es bueno, pero podría ser mejor.
- Espera al final, es lo mejor que el idiota escribió.
- Lo leíste? Preguntó haciendo una sonrisa irónica. Creí que solo lo habías escrito.
De nuevo la sonrisa de niña, solo que esta vez con un agregado de picardía.
Le había descubierto, lo dejó como el idiota que era, o no, aquello era gracioso, hacía ya un tiempo que no se cruzaba con gente que le conociera por lo que había escrito.
- Me descubriste, alcanzó a balbucear mientras echaba una bocanada de humo.
- En efecto, pero prometo no decirle a nadie donde se esconde el último poeta destrozado que nos queda.
- Te tomo la palabra.
- Es buena.
El viento le movía el pelo tapándole los oídos. No podía dejarla irse, no podía irse sin más. Pensá rápido tontito susurro la voz de la última mujer que amó. Ella era así, le decía patético con la misma naturalidad que cuando le tomaba de la mejilla y poniendo cara de niña le decía tontito.
- esto parecerá un cliché salido de una comedia romántica, pero no puedo seguir camino sin antes intentar invitarte un café.
- Puede ser contestó ella sonriendo.
- Tendría que tener cuidado señorita, si sigue sonriendo impunemente alguien puede salir lastimado.
- No parece que a usted le asuste querido escritor.
- Para nada, pero no es que sea inmune, alguien podría enamorarse si despierta una mañana y ve esa sonrisa con un café.
- Eras más sutil cuando escribiste este libro.
El escritor decadente no pudo impedir una carcajada.
- Es cierto.
- Bueno, ¿que estamos esperando para tomar ese café? Dijo ella poniéndose en pie.
Fueron al almacén, que tenía unas mesitas en un rincón, pidieron café al viejo y pasaron las siguientes horas hablando. Era de esos momentos mágicos en que pareciera que las personas se conocen de toda la vida. Ella se llamaba Ana, tenía veintisiete y hacía una semana que había renunciado a su trabajo, tomó una mochila y se fue a la casa de su padre, que llevaba unos años muerto. La casa estaba vacía desde entonces y la primer semana se la pasó ordenando y limpiando todo. Al hombre le daba curiosidad saber como había muerto el padre, pero en esas cuestiones es mejor no preguntar, dejar que la chica se lo contara si se decidía a hacerlo en algún momento.
La noche les sorprendió todavía en el almacén, donde un café se habían vuelto demasiados y el viejo ya estaba por cerrar.
- Invitarte a cenar sería muy inapropiado? Me encantaría cocinarte mi mejor plato.
- Acepto, respondió regalando otra sonrisa.
- Veo que no haces demasiado caso a las advertencias, respondió riendo.
Compraron un vino y salieron.
La noche estaba fría y el cielo se iluminó instantes después que el viejo del almacén apagó todas las luces, era perfecto.
Llegaron a la casa del escritor, previo orden ligero, de levantar botellas de vino vacías, de juntar los libros, puso un disco bajito, ella dejó el libro en la mesa y se sentaron en el sofá.
- Me vas a besar? Preguntó la muchacha
- No puedo negar que no lo haya pensado, pero como soy un caballero después de todo, esperaba al momento adecuado.
- Adelante caballero, la dama se lo pide.
Luego del beso, vinieron caricias y alguna cosa más. Jorge fue a la cocina y mientras pelaba las papas y preparaba su mejor plato, ella lo abrazaba. Parecían una pareja en su luna de miel. Pollo con papas fritas, todo un lujo en comparación a lo que el escritor venía comiendo.
El menú habitual consistía en vino, gin tonic o cerveza con una guarnición de tabaco armado. De vez en cuando, alguna comida enlatada a los pies de la chimenea, mientras de fondo sonaba algún disco.
Comieron, vieron una película de ciencia ficción de los años sesenta mientras reían y se besaban como dos adolescentes. Terminaron el vino y luego varios más. El hombre echó leña al fuego y ella se quitó la blusa, luego de eso, el mejor polvo que tenía en años. Hasta el sexo oral era tierno, su sonrisa, todo.
Un rayo de sol le despertó, miró el reloj, las siete y algo. Estiró el brazo en la cama, estaba solo. Se levantó despacio. La señorita habría ido al baño. Ya de pie tardó un par de segundos en despertar del todo. Miró alrededor.
Fue al comedor, la blusa estaba aún sobre el sillón.
Un resplandor de luz salía por debajo de la puerta del baño.
Respiró aliviado, no estaba tan loco para haberse imaginado todo, o si?
Se acercó y le preguntó a la señorita si quería un café.
- Creo que he tomado más cafés contigo que los que tomé en mi vida respondió ella.
- Eso es un si?
- Si.
Ana abrió la ducha y comenzó a cantar. Su voz era preciosa, una suerte de tristeza se dejaba entrever en esa voz apenas quebradiza, mientras tanto una melodía en francés inundaba la casa y se quedaba dentro.
La mañana se fue y con ella la señorita.
El escritor la acompañó hasta su casa, no sin antes atarle su bufanda azul del cuello. La dejó en la puerta, previo beso y la promesa de que se encontrarían en unas horas en la playa.
La casa está un poco descuidada, dijo ella. Era cierto, las paredes estaban llenas de tierra y el pasto no se cortaba desde hacía un par de siglos al menos, pero fuera de eso, parecía un lindo sitio.
El hombre volvió a su casa.
Horas después, bajó a la playa, al mismo sitio del día anterior.
Caminó mientras iba entonando aquella canción en francés que escuchó a la señorita cantar mientras se bañaba.
A lo lejos estaba Ana, parada frente al mar con los brazos abiertos. El viento la acariciaba completamente, de pronto una niebla cubrió todo. Jorge se acercaba y lograba verla de a ratos, luego desaparecía. Au revoir llegó a escuchar en un susurro junto a su oído.
Cayó a la arena, quedó inconsciente. Cuando despertó el cielo estaba cubierto, pero sin niebla. Miró alrededor esperando encontarla. No había nadie. Jorge se puso en pie, echó a andar rumbo a la casa de la señorita, llegó, golpeó, pero no había respuesta. Intentó abrir y la puerta cedió. Una tela de araña le cubrió la cara apenas entró. El sitio estaba lleno de polvo y telas de araña, y pareciera como si nadie hubiese entrado en años.
Buscó en todos los cuartos y lo único que pudo encontrar fue la bufanda azul. Era lo único que no estaba lleno de polvo. Estaba mojada.
Salió a la calle, preguntó en el almacén. El viejo no había visto a la chica, volvió a su casa preocupado. Su libro seguía encima de la mesa. No me estoy quedando loco, pensó en voz alta. Los platos aún estaban sucios en la cocina.
- ¿pasó de verdad? Preguntó con voz burlona Carolina en su cabeza.
- Claro que si respondió el escritor molesto.
Se fue a lo de Joaquín, le contó la historia. Joaquín estaba serio, no dijo nada hasta que Jorge terminó.
- Sería mejor que no la hubieras conocido le dijo el viejo,
- Porque? Decime, la conocés de algún lado?
- Va a sonar terriblemente estúpido, pero a mi me pasó algo así hace unos quince años, claro que no era como vos me la describiste, pero si, la conocí en la playa, pasamos la noche juntos y a la mañana ya no estaba, nadie la conocía, nadie sabía donde estaba. En cuanto a lo de la casa del viejo y eso, todo igual.
- Nunca la volviste a ver?
- No, nunca más. No me preguntes quien o que es, no podría darte más que estúpidas conclusiones. Todo este tiempo creía que me lo había imaginado yo, después de la abstinencia, sabés que pasa cualquier cosa en la cabeza de uno, y bueno, pero con lo que me decís ahora, no se que pensar dijo el viejo.
El escritor volvió a la playa, ¿sería una suerte de sirena? Pensó para adentro. Siempre serás patético escucho replicar una voz de mujer rencorosa en su cabeza.
El viento sopló desde el mar, trayendo fragmentos de la melodía en francés, las olas rompieron, el sol se cubrió por un velo de oscuridad, a lo lejos creyó ver una mujer naufragando.