martes, febrero 24, 2015

Ravioles y vino aguado

Su mirada cortaba el silencio de la habitación como un cuchillo la manteca. La cena servida pero los platos sin tocar, los ravioles recalentados exhalaban un tenue humito también llamado vapor.
La mujer  puso vino en su vaso,  levantó la vista y sus miradas se cruzaron, fue sólo un segundo, pero ese instante develó mucho más de lo que ella hubiera querido. Él sabía, pero no sólo eso, el sabía que ella sabía.
Al instante pensó mil excusas con las que escapar cuando le preguntara directamente ¿quién era aquel hombre con el que ibas de la mano? o si era interrogada acerca de su entrada en algún hotel, ¿intentaría el contraataque echándole en cara todas las aventuras de él? ¿serviría de algo? y la pregunta que más complicada se le hacía responder, ¿seguía amando a ese hombre que estaba del otro lado de la mesa?
En la habitación muda el hombre sabía que algo andaba mal desde hacía un tiempo con su mujer, pero aquel cruce de sus ojos, aquella mirada culpable que se posaba sobre el plato de ravioles, revolviendo con el tenedor entre ellos, mientras el aguita de la pasta mal colada hacía aquel ruido espantoso, como si ese tenedor en realidad estuviese revolviendo su interior fue lo que se lo confirmó. Había otro.
Su amigo Gabriel ya se lo había dicho alguna vez, los hombres engañamos por calentura, pero las mujeres lo hacen con el corazón. Le había parecido un poquitín machista aquella frase, sabía de varias de sus amigas que ejercían el deporte por calentura nomás, y lo sabía de primera mano, pero ser el engañado, tener que pensar en que decir, en cómo afrontar esa primera conversación que haría que el incómodo silencio hasta ahora mantenido se transformara en un torrente de detalles que el no quería saber, que no quería escuchar, que si el otro era mejor en la cama, o si tenía dinero, o si era por que la tenía más grande. Bienaventurados los que ignoran, pensó.¿ Porque no podía seguir sin saber nada? La amaba, y creía que una aventura bien le podía ser perdonada después de tantos deslices de su parte, pero lo que más le preocupaba era que la muy  hija de puta se hubiera enamorado, que le fuera a dejar, que acabara con el amante como jamás había acabado con él. El hombre había descubierto que las mujeres estaban tan mal atendidas en asuntos de cama, había estado con tantas casadas insatisfechas, de vez en cuando le entraba un poquito e culpa, pero no por estar cagando a su mujer, más bien era un pensamiento piadoso para con el esposo engañado, pero que desechaba rápidamente con un "que se joda por no preocuparse un poco más". Pero ahora el engañado era él, el que no se había preocupado, el que dio por sentado y seguro demasiadas cosas, el que se confió pensando mi mujer jamás lo haría.
Ella se debatía sobre quien debiera empezar aquella charla, aún tenía la bombacha mojada del último encuentro furtivo y eso le hacía sentirse más culpable aún. Pero porque me siento culpable se dice a sí misma, si el cornudo me cagó quien sabe cuántas veces ya, pero cierto era también que el cornudo aún la amaba, y eso ella lo sabía.
Por un tiempo creyó que aquella debilidad del cornudo, ahora devenido en  marido engañado, sería algo normal para el género masculino, que la monogamia y la sagrada institución del matrimonio podían tener algunos puntos grises.
Su madre, cornuda también, por obra y arte de un hombre encantador con todos y el mejor de los padres también lo había sido, podría decirse que era tradición familiar.
Y bueno, no es que fuera mejor en la cama, ni que la tuviera más grande, eso a las mujeres no nos importa, cuenta la leyenda popular. El tipo tenía algo, además de ser más joven, de tenerla un poquitito más grande y de hacer el mejor sexo oral de la historia del sexo.
El marido tomó un raviol con el tenedor y se lo llevó a la boca con  decisión, al último instante se arrepintió y lo dejó en el plato.
¿Que puedo reprocharle en fin a esta mujer? Si me la sigue chupando con la misma dedicación que hace diez años, y si sabe Dios que habrá probado pijas su esposa, que antes de conocerlo se había pasado a la mitad del barrio en que vivía con sus padres a la tierna edad de veinte años.
El vino estaba aguado, el silencio se hacía insoportable, el tictac del reloj resonaba como si fuera un ejército invasor que venía a destruir aquel hogar tan equilibrado, tan lindo, tan perfecto, la fotito enmarcada en la repisa, al lado de los libros devolvía a dos sonrientes enamorados, dos personas que se habían prometido amor eterno, pero amor no es lo mismo que calentura, se dijo.
El hombre tomó el tenedor, se comió el bendito raviol, saboreándolo como si fuera el último. El agua caliente le resbaló por la lengua, se tomo un trago de vino y dijo

- Está rica la comida amor.

1 comentario:

monyquiya dijo...

espero que no sea autobiografico porque al amigo lo conozco. sus cuentos excelentes como siempre. hacia tiempo que no leia nada y no pasaba por el blog.