La esquina
del desencuentro
Aquel cruce
de calles fue para mi nefasto, bueno, quizás no tanto así, cuando menos si lo
fue para mis relaciones con las mujeres.
En el
barrio había un pequeño micro centro en que en el transcurrir de dos o tres
cuadras de determinada calle se encontraban los bares, librerías, un banco, una
plaza y algún que otro sitio más.
Una vez
conocí a una mujer con la que todo parecía marchar viento en popa, recorrimos
todos esos negocios besándonos, tocándonos y haciendo toda la clase de
degeneradeces que a alguien de veinti tanto se le pueden permitir, hasta que
excediéndonos en el recorrido llegamos a la esquina en cuestión.
El semáforo
estaba en rojo, en ese color se quedó un par de minutos hasta que entendimos
ambos, tomados de la mano de que el artilugio estaba roto. Cruzamos la calle y
como una maldición bíblica el cielo se oscureció, la lluvia empezó a caer con
fuerza, una ráfaga de viento helado nos cortó los cuerpos pobremente vestidos
en aquel verano, Nacional ganó un clásico en la hora y quien sabe cuantas
desgracias más. El hecho es que en ese momento la rubia, de cuyo nombre no me
acuerdo, pero de sus curvas si, me soltó en el acto la mano, empezó a putearme
en varias lenguas, vivas y muertas y sin haber llegado aún a mitad de la calle
ya me había dejado.
La cosa no
terminó allí, las puteadas siguieron mientras me alejaba caminando cabizbajo
con la derrota en la mirada, la mano vacía de su mano y las ganas de voltear,
pues justo íbamos rumbo al hotel de la siguiente cuadra esfumadas, junto con el
amor que en algún momento había llenado esa relación.
Las escenas
en aquella esquina se sucedieron cada vez que distraídamente, o intentando
quitarle importancia al asunto se repetían con cada mina que de mi mano
caminaba rumbo al hotel.
El dios del
garche me tenía abandonado pensé para mis adentros. Cuando pude levantar la
mirada ante la mina número veinticuatro que me dejaba en aquellas condiciones
me di cuenta de que no era el único que al cruzar por esa siniestra calle era
dejado en medio de aquellas circunstancias. Las parejas que iban en auto se
bajaban de éstos para comenzar en medio de un griterío que no reconocía razas
ni clases sociales de amores que se terminaban.
Al
principio pensé que la maldición sólo funcionaba con las rubias, así que probé
con varios especímenes del sexo opuesto, y hasta con un marica que me tiraba
onda que atendía en la ferretería. Aquella maldición no distinguía nada, ni
siquiera a mi, se aplicaba a todas las parejas que iban por ese lado.
Incluso un
novio engañado se dio cuenta de que su novia lo cagaba con su mejor amigo
cuando al cruzar la calle la mina le empezó a decir de todo a ese supuesto
amigo, dejando el romance furtivo completamente en evidencia.
Una vez me
levanté a cierta señorita que estaba bastante bien, pero de la que me había
empezado a aburrir, así que le dije de ir al hotel que quedaba cruzando la
calle. Al instante el amor que ella me tenía se terminó y yo me vi librado de
aquella mala elección.
Otro día
pensé para mis adentros, en una relación de varios años que había empezado y
con la que cuidadosamente evité la esquina siniestra todo ese tiempo que la
mejor manera de saber si aquella era la mina para mi, la que finalmente estaba
enamorada de mi, tenía que hacerla
cruzar la calle y ver si me dejaba o no. Plan macabro y completamente estúpido
que ideé en el bar de un par de cuadras atrás por la quinta cerveza. Acto
seguido la mina de mi vida me dejó.
No podía
entender que estaba pasando, creí que todo podría tener algún tipo de lógica,
de alguna serie de hechos, cual algoritmos matemáticos que dadas ciertas
condiciones se cumplirían facilitando los trágicos desenlaces.
Alquile un
apartamento que daba al semáforo y con un montón de cuadernos iba anotando como
iban vestidas las parejas, intentaba luego hacer todo un trabajo detectivesco
que incluía averiguar todo sobre las vidas cuyas vidas amorosas se veían
truncadas. Que amigos tenían, en que trabajaban, si tenían hermanos, incluí
luego otra tarea de investigación que trataba de ver si las minas cogían bien o
no, de que forma acababan y un largo etcétera en un trabajo de campo que me
llevó un montón de años.
El tiempo
pasó, a la calle le cambiaron el nombre varias veces para ver si la maldición
dependía de algún muerto célebre y rencoroso que hacía que el hecho se desatara
y al final me encontré una mañana sólo en el apartamento, con sesenta y cinco
años y un fuerte dolor en el pecho.
La certeza
de que un paro cardíaco se cernía sobre mi maltrecho corazón y la estúpida
figura poética que vestía a la muerte como una dama que cual enamorada persigue
a los hombres en sus últimos momentos, salí a la calle dispuesto a cruzar por
la intersección y liberarme del mortal romance que la parca quería tener
conmigo.
A mitad del
cruce, ya con una sonrisa esbozándose en mi rostro creyéndome victorioso, un
auto a toda velocidad pasa, me hace volar por los aires y morir casi apenas
toco el suelo.