Gente, aca les dejo otro de los cuentos de Gabriel... posteen algo, que sino se nos pone triste...
Y así, tropezando en yermos agrestes y relegados, llego a los confines más desatinados y penumbrosos de mi nublada vista. El pueblo esta vacío.
Las ventanas rotas en casas de madera reflejan los rayos de sol, la piel palpa el calor ardiente que baja desde las alturas. Mis pasos son silenciosos en esta calle de tierra y pedregullo, que se pierde en el horizonte, detrás de una montaña. Empujado por un céfiro constante, avanzo tan extrañado como intrigado. La familiaridad transparente que yace en los alrededores, silba una radiante melodía. En el cielo un buitre vuela en derredor del pueblo, inclinando su perfil hacia mí.
Me topo con un descuidado establo. Hay velas tiradas, un hueso y paja amarillenta diseminada en el suelo, del que surge un potente olor a ranciedad. Las vigas están débiles, se ven agujeros antiguos dejados por termitas que ya no están. Las cubas con agua estancada, son el hogar de raros insectos que nunca antes había visto. La desolación es tan densa, que mi sentido unitivo se concentra en el silencio aberrante. Camino por el establo, lo exploro, todo parece estar ordenado con un criterio perspicaz: ninguna vela toca las pajas amarillas, las cubas cambian de posición según el recinto, denotando un orden referido a algún tipo de numerología que no deduzco, una pala apoyada levemente sobre una viga, ostenta que el cambio en su posición acarrearía al derrumbe del lugar, la luz que entra por la banderola, solo ilumina el lugar por donde el cuidador se movería, los pobres animales nunca podrían haber sido iluminados de esta manera. El hueso colocado en medio del establo, sobre un poco de paja y tierra, me atrae más que nada. Me acerco hacia el y lo agarro, lo observo y examino, parece un fémur humano, pero falta la cavidad de la rótula, no sé de qué criatura pueda ser. Luego de probar su espectacular solidez, lo dejo donde estaba y salgo del vetusto lugar.
Sobre el camino principal, colgadas de altas columnas, dos pancartas raras llaman mi atención. La primera, roja y negra, con letras blancas que no conozco, es la más pequeña y desgastada. La otra es bastante grande, plateada con pecas azules, no dice nada pero tiene dibujos extraños, los cuales siento haberlos visto en algún sueño: una criatura anaranjada parecida a un dragón con melena, una elipse dorada y una palmera alta y fina. Luego de estimarlas, continúo mi andar. Por entre las construcciones se desplaza el polvo, bolsas de nylon, moscas y ovillos de secas ramas. El buitre continúa su monótono círculo eterno. De pronto escucho el ruido del mar en mis espaldas, volteo, todo está igual. Giro nuevamente y doy unos pasos, siento una mudez ridícula en mis adentros, el calor sofocante se funde en mis hombros de forma penetrante. Entre los mareos y la sed, adelante, dirigiéndose en el aire hacia mí, aparece una figura extraña. Un espectro: desvanecido desde el torso hacia abajo, vestido con jirones sucios, cabizbajo, con un gesto sumamente triste y melancólico. Doy un paso al costado para no toparme con él. Sin levantar la vista, sigue su camino, hasta desaparecer en el reflejo oblicuo de un rayo de sol, que brilla en un vidrio roto.
Mis pasos atónitos siguen su rumbo. Cuento las casas que hay hasta el final del pueblo: son trece y una más grande al final del camino, con un gran zaguán, en el que se encuentra un cartel que dice comisaría.
La primera casa que está a mi derecha carece de una puerta. Las ventanas están atrancadas con fuertes tablas de madera. Con suavidad e intriga, mi cuerpo se aventura al interior.
Todo está oscuro, lo único que la luz que penetra por la abertura principal ilumina, es una mesa de roble rota en numerosos pedazos. Camino pisando diferentes objetos. Me agacho y recojo un tenedor y una rueda oxidada de bicicleta. No veo nada, caigo y me golpeo en la cabeza con una silla. Me levanto dolorido. Cada paso es un estruendo en el silencio mimetizado de oscuridad, mis manos se mueven en el perímetro pero no tocan nada, mis pies atropellan cada objeto desconocido. Entre el susto y la insidia ambiental, me agacho y permanezco quieto unos instantes. Tanteo mis alrededores con las manos, toco algo, duele, me corto profundamente, no sé con qué, deduzco que es un vidrio. Tengo que salir de acá. Perdí la luz. Sigo caminando. Llego a una escalera, pero esta desciende. No puedo entrar ahí, algo intangible me obstaculiza. El coraje de mi cuerpo, inquieto y desesperado, ataca contra todo, patea, empuja, golpea. Corro en círculos, y por fin, la penumbra. Allá esta la salida, hacia allí voy. Estoy afuera.
El pueblo sigue tranquilo y tácito como antes. Abandono el portal de la casa sin mirar atrás. Un fuerte viento choca contra mí, una gran humareda de polvo se levanta y me ciega momentáneamente. Me rasco los ojos, la visibilidad regresa. En la mitad del pueblo, se encuentra una vieja fuente. Me acerco a ella y veo: sus azulejos son blancos y azules, el agua es cenagosa, en el fondo puedo ver dos brillantes monedas. El buitre grazna desde las alturas. Aproximo mi cara al agua y observo el reflejo. El difuso retrato que me ofrece la fuente me desconcierta, ese no soy yo… o tal vez sí.
Miro a mis alrededores, la calma despabila los sentidos, la ardedura ambiental se apoya en mi nuca y la falta de aire me importuna. Avanzo lentamente, una piedra en mis zapatos empolvados me molesta.
En frente a la fuente se encuentra una cabaña regia y ostentosa, es la más majestuosa de todas, sin duda. Sus ventanas están sanas, creo que está construida con caoba, tiene dos pisos y un enorme porche. Lleno mis pulmones de aire y oso introducirme en ella.
La puerta chilla mientras la abro con lentitud. Enorme es su comedor, la mesa principal posee seis sillas hermosas, todo está ordenado y el aire contiene fragancia a vida y movimiento. En las paredes cuelgan hermosos cuadros de pájaros, abstracciones y colores descompuestos. Camino atento entre los muebles, temo desordenar por causa de mi brutalidad, la melodía lejana de un violonchelo suaviza mi andar. Sobre un taburete, en el rincón de la morada, una escultura pequeña tallada en bronce, es un caballo apoyado en una de sus patas, relinchando, sugestiona libertad. Lo tomo en mis manos, su diseño es perfecto, la suavidad del metal es extrema, exagerada.
Subo las escaleras. A mi izquierda el baño y delante una puerta cerrada. Intento abrir, pero no abre. Tomo carrera y con todas mis fuerzas la tumbo, cayendo en el medio de la habitación.
Me levanto agarrándome de la cama que hay a mi lado, sus sabanas blancas y con perfume de oliva, están perfectamente estiradas. Me acerco al gran rosetón que mira al pueblo y aprecio la tranquilidad que sube hasta mí. Doy unos pasos en la habitación. En el suelo, tirado y resquebrajado, un antiguo reloj con números amplios, yace solitario dando las doce en punto. Estoy por abandonar el cuarto, pero un retrato apoyado en la mesa de luz me atrae. Sin tocarlo, me agacho e inspecciono. Una joven niña, sonriendo con timidez, me observa desde la profundidad de la fotografía. Siento una gran familiaridad y adoración recóndita. Me pregunto quien será esa niña. Un impacto espinoso explota en mi pecho, frunzo el ceño y siguiendo mi estupefacción perceptora, abandono primero la habitación y luego la casa.
El sol ya ha descendido, lo suficiente como para decir que ya no sofoca. Miro hacia las alturas, el buitre no está. Camino unos pasos hacia la siguiente casa. El graznido agudo de mi acompañante llama desde la parte superior del frontispicio de la cabaña, giro, él me observa atento y no quita sus ojos de mí. Dudoso retomo mi circuito, con cautela.
La casa que tengo en frente no tiene ventanas, es la única construida con arena y Pórtland, sus paredes están coloreadas con diferentes tonos de humedad. Su puerta de metal está trabada con un candado oxidado. En el suelo hay una maza, la herramienta está a mi alcance, tal vez es casualidad, tal vez no. Agarro la maza y empiezo la pujanza, golpeo con mucha fuerza, una y otra vez, mi antiguo rasguño profundo se abre un poco más y la sangre asoma. Abandono mi tarea. Pienso unos segundos y una necesidad foránea me obliga a intentarlo una vez más. Esta vez lo intento con furia y excitación. El candado cede. Con los ojos atentos y lleno de mesura abro la puerta y entro. Esta vacía. No entiendo, estoy desconcertado, no hay nada, solo paredes y tufo a saturación. Recorro la casa, están las habitaciones correspondientes, pero ningún objeto. Me pregunto cual era la misión del candado. Me siento en el suelo de la cámara más amplia y medito, me cuestiono mi existencia dentro de este pueblo desolado. Termino mi meditación, respiro por última vez el aire condensado y salgo a la calle.
Hay casas que no atraen mi atención, no puedo evitarlo. Mi cuerpo siente el cansancio, me acerco a la fuente y me mojo la cara. Agotado me tiro en el suelo, de forma horizontal y cierro los ojos que se tiñen de anaranjado por el sol. Respiro con intensidad, lleno mis pulmones de oxigeno, en mi distendida mente recuerdo que mi camino no ha terminado. Me paro. Avanzo.
Ya he incorporado la esencia del pueblo. Deseo continuar mi odisea en otra parte, pero antes, la comisaría.
Me acerco observando las abarrotadas ventanas, y como si algo hubiese cambiado, lleno de ánimo renovado, entro.
El desorden es intenso: papeles tirados en el suelo, un escritorio repleto de útiles de oficina, una lámpara rota y fragmentada en un rincón, el escritorio no tiene silla. Una energía delirante me posee, dándome vitalidad y rebeldía rencorosa. El escritorio se transforma en mi enemigo y embisto. Le doy tantas patadas, que no soporta la fuerza enajenada de mi insubordinación y cae. En el suelo el caos es visible, los objetos, quietos y apacibles, demuestran la necesidad de escapar. No pueden. Ahora tengo sed, la garganta seca me ahoga. Dando trancos llego al baño y prendo la canilla de la pileta. El agua es oscura y con olor a podrido. Busco en todas direcciones, ¡la sed!, detrás del retrete una cantimplora. Estoy salvado. Bebo con desesperación, respiro, me calmo. Regreso y busco entre la anarquía del papeleo. Nada me sirve. En el escritorio desbaratado, sobreviven sus dos cajones. Uno vacío, en el otro un revolver. Lo agarro e inspecciono, está en perfectas condiciones. Abro el tambor, tiene una sola bala. Me puede servir para el futuro, lo guardo acomodándolo entre el pantalón y el cinturón, queda bien ajustado. Antes de irme, necesito usar el retrete, pero una mejor idea aparece en mi mente. Bajo el cierre de mi pantalón y me distiendo, la orina empapa en círculos cada cobijo de este detestable lugar.
El sol se está escondiendo detrás de la montaña. Doy una última mirada a mi anfitrión, el olvido impregna la calle que se hunde en la tristeza, derrochando nostalgia. Su silencio me da la despedida en un viento cálido, que me conmueve y toca con deseos de eternidad.
Doy la espalda al pasado y sigo. Mientras mi caminata se efectúa, escucho el sonido de dos alas que se acercan a mí. Vuelvo y presto atención. El buitre vuela directo hacia mi postura. Mis pies se clavan al piso y mis sentidos latentes invocan la defensa. El buitre aterriza, cerca de mí, a casi dos metros. Cierra sus alas y su mirada se clava en la mía, la sequedad de su porte es contundente. No deja de mirarme. Hace un gesto que no logro interpretar y retoma su vuelo. Yo, inseguro y cándido, sin olvidar mi fuerza decisiva, vuelvo a mi travesía.
El camino se empina hacia la cumbre de la montaña. El viaje es arduo y parece no tener fin. Mis ideas son incompletas, llenas de vigor y ávidas de conocimiento. Finalmente llego a la cima. Detrás de la montaña el sol sigue brillando con ímpetu. Allá abajo, en el valle, veo otro pueblo. En el cielo el buitre, vuela acompañando mi figura, adicto a mis movimientos. Comienzo el descenso.
Y así, tropezando en yermos agrestes y relegados, llego a los confines más desatinados y penumbrosos de mi nublada vista. El pueblo esta vacío.