Quizás aquella llamada no pareciera importante en ese momento. Simplemente una más del montón, algún borracho pegando a su esposa, un drogadicto inconsciente por sobredosis, algún imbécil cortándose las pelotas en honor a un dios desconocido, pero tan bueno como cualquier otro.
Tomé el arma, subimos al coche y acudimos al llamado.
El edificio era una mierda, un esqueleto de hormigón y hierro oxidado, con ladrillos colgando como trozos de carne del cuerpo de un leproso.
La noche no terminaba aún y esa era la peor hora. Toda la mierda pasa entre las 5 y las 7. Cuando los efectos de las sustancias se pierden, cuando la realidad te pega una piña en las bolas y miras alrededor y todo se cae, botellas por doquier, colchones en el suelo hechos jirones, los platos sucios en el fregadero, la basura saliéndose del tacho y en el mejor de los casos una mujer tirada medio inconsciente en el piso, con una botella de vino barato a medio tomar y cuatro más a su lado, vacías. Ahí es cuando uno abre los ojos y ve todo más claro, la hora de los suicidas. Un beso tierno en la frente de aquella desconocida que solo comparte las cosas buenas de la vida y un corte profundo en las venas, o el último salto desde el décimo piso. Esos tipos si que tienen pelotas. Solo imaginarme una mala caída y quedar parapléjico me hacía perderle las ganas y la vida no parecía entonces un sitio tan malo.
En la calle nos recibió una vieja borracha que no dejaba de hacer ruidos parecidos a gruñidos cuando reía, una risa tan asquerosa como extraña, una de esas risas que te dan ganas de estampar una piña en el rostro que la emite y después, darle patadas hasta que escupiendo sangre por la boca, suplicara por su patética vida.
Subimos las escaleras, guardé mi arma en el bolsillo del saco, ya sabía que aquella era una mierda de borrachos, a esas horas estaban ahogándose en sus vómitos y no oponían resistencia. Toda la noche gritando y cogiendo decía la vieja un par de pisos más abajo, su risa de jabalí asmático resonaba en los pasillos.
El olor a meada añeja invadía el lugar. No había ventanas, era todo penumbra, cortada a pequeños intervalos por una lamparita agonizante que regalaba sus últimos días de vida a las almas que deambulaban en la madrugada.
El invierno fue frío, pero en ese edificio, una mezcla de humedad y olores rancios hacían una atmósfera más pesada, algo así como una puta selva de apartamentos.
Por fin llegamos a la puerta.
- Abran , policía gritó mi compañero con poco entusiasmo.
Una mujer con pinta de puta después de coger con medio ejército invasor abrió. Las tetas le colgaban por la cintura y una maraña de pelo semicanoso le adornaba la cabeza, con una botella de vino en la mano y el llanto corroyéndole el maquillaje barato. Nos señaló una puerta despintada y vieja que era el baño.
- Abra, policía, volvió a insistir mi colega con menos entusiasmo aún.
Nadie respondió, nos miramos un pequeño instante.
Desde fuera la vieja de la risa asquerosa seguía gritando que la puta se había pasado chillando toda la noche, golpeando la puerta, ruidos de botellas rompiéndose y una sarta de mierdas que ignoré deliberadamente.
De seguro que a la vieja no le echaban un polvo desde la segunda guerra mundial.
Me alejé del baño y le cerré la puerta del apartamento en la cara.
Regresé donde mi compañero, volvimos a ordenar que abrieran la puerta, intentamos forzarla, aquella porquería estaba bien firme.
La abrimos a patadas.
El escenario entero del baño quedó ante nuestros ojos.
Todo era una porquería, los caños de metal por fuera de las paredes, los azulejos partidos y decolorados. Un bidet quebrado por la mitad, la pileta sostenida por casilleros de cerveza, ropa sucia tirada por el suelo y como cereza en la torta un sorete de dimensiones atroces flotando en el water, pacífico, como en estado de meditación, ignorante de todo cuanto allí acontecía.
En la bañera había un tipo vestido, con el agua apenas llegándole a la cintura. Tenía un corte en la muñeca izquierda y el agua estaba teñida de sangre, roja y fría.
La bañera estaba mugrienta también.
Le golpeamos en la cabeza para que despertara, la cara le cayó sobre el hombro, pesada, muerta. Le toqué la frente,
- está muerto, dije con la solemnidad de un vendedor de café en pleno estadio.
La puta, que había quedado en el umbral de la puerta apuró un trago, nos miró con los ojos vidriosos y se sentó en el piso mugriento. Apoyó la cabeza en la puerta y dedicando una última mirada al muerto le regaló un recital de vómitos y gemidos asquerosos. Mi compañero la tomó por los brazos y la arrastró a lo que en algún momento fue un sofá.
Quedé solo con el cadáver, viendo como le caían aún algunas gotas de la muñeca, haciendo un ruidito tenue al caer al agua.
Tenía una mueca extraña dibujada en el rostro. Si buscaba la calma, parecía que allí no la había encontrado.
Tenía el cuello torcido en un incómodo ángulo, no creo que eso pueda haberle preocupado. Por unos instantes todo el mundo era ese apestoso y oscuro baño, los gritos de la vieja en el pasillo, los ruidos de la puta vomitando, todo se esfumó. Seguro mi compañero ya había alcanzado a tocarle alguna de esas caídas y flácidas tetas. Le encantaba toquetear a las recientes viudas mientras estas en pleno desconsuelo se dejaban hacer sin decir palabra. A veces hasta conseguía echarle un polvo a alguna antes que llegara la ambulancia.
Prendí un cigarro, escupí el humo conté hasta trece y salí de allí.
Debo confesar que ese recuerdo que creía enterrado me marcó mucho más de lo que pensaba.
Ahora el que está en la bañera medio borracho y con los pies saliendo por los bordes soy yo. La afeitadora se balancea en mi mano buena mientras cuento...
Uno, dos, tres, ... trece.
Veo caer la sangre a chorros, al principio brotan desordenados, luego en pequeñas gotas. El agua se colorea al instante y una mancha pesada se extiende lentamente hasta el fondo. Es perfecto. Miro el techo un instante, vuelvo la vista al agua. Con cada gota la superficie se mueve formando círculos concéntricos que se van atenuando con la distancia.
El líquido viscoso cae velozmente y bajo el agua toma otra velocidad, como si no tuviese prisa. Cuento uno, dos, tres, cuatro...