Su mirada
cortaba el silencio de la habitación como un cuchillo la manteca. La cena
servida pero los platos sin tocar, los ravioles recalentados exhalaban un tenue
humito también llamado vapor.
La
mujer puso vino en su vaso, levantó la vista y sus miradas se cruzaron,
fue sólo un segundo, pero ese instante develó mucho más de lo que ella hubiera
querido. Él sabía, pero no sólo eso, el sabía que ella sabía.
Al instante
pensó mil excusas con las que escapar cuando le preguntara directamente ¿quién
era aquel hombre con el que ibas de la mano? o si era interrogada acerca de su
entrada en algún hotel, ¿intentaría el contraataque echándole en cara todas las
aventuras de él? ¿serviría de algo? y la pregunta que más complicada se le
hacía responder, ¿seguía amando a ese hombre que estaba del otro lado de la
mesa?
En la
habitación muda el hombre sabía que algo andaba mal desde hacía un tiempo con
su mujer, pero aquel cruce de sus ojos, aquella mirada culpable que se posaba sobre
el plato de ravioles, revolviendo con el tenedor entre ellos, mientras el
aguita de la pasta mal colada hacía aquel ruido espantoso, como si ese tenedor
en realidad estuviese revolviendo su interior fue lo que se lo confirmó. Había
otro.
Su amigo
Gabriel ya se lo había dicho alguna vez, los hombres engañamos por calentura,
pero las mujeres lo hacen con el corazón. Le había parecido un poquitín
machista aquella frase, sabía de varias de sus amigas que ejercían el deporte
por calentura nomás, y lo sabía de primera mano, pero ser el engañado, tener
que pensar en que decir, en cómo afrontar esa primera conversación que haría
que el incómodo silencio hasta ahora mantenido se transformara en un torrente
de detalles que el no quería saber, que no quería escuchar, que si el otro era
mejor en la cama, o si tenía dinero, o si era por que la tenía más grande.
Bienaventurados los que ignoran, pensó.¿ Porque no podía seguir sin saber nada?
La amaba, y creía que una aventura bien le podía ser perdonada después de tantos
deslices de su parte, pero lo que más le preocupaba era que la muy hija de puta se hubiera enamorado, que le
fuera a dejar, que acabara con el amante como jamás había acabado con él. El
hombre había descubierto que las mujeres estaban tan mal atendidas en asuntos
de cama, había estado con tantas casadas insatisfechas, de vez en cuando le
entraba un poquito e culpa, pero no por estar cagando a su mujer, más bien era
un pensamiento piadoso para con el esposo engañado, pero que desechaba
rápidamente con un "que se joda por no preocuparse un poco más". Pero
ahora el engañado era él, el que no se había preocupado, el que dio por sentado
y seguro demasiadas cosas, el que se confió pensando mi mujer jamás lo haría.
Ella se
debatía sobre quien debiera empezar aquella charla, aún tenía la bombacha
mojada del último encuentro furtivo y eso le hacía sentirse más culpable aún.
Pero porque me siento culpable se dice a sí misma, si el cornudo me cagó quien
sabe cuántas veces ya, pero cierto era también que el cornudo aún la amaba, y
eso ella lo sabía.
Por un
tiempo creyó que aquella debilidad del cornudo, ahora devenido en marido engañado, sería algo normal para el
género masculino, que la monogamia y la sagrada institución del matrimonio
podían tener algunos puntos grises.
Su madre,
cornuda también, por obra y arte de un hombre encantador con todos y el mejor
de los padres también lo había sido, podría decirse que era tradición familiar.
Y bueno, no
es que fuera mejor en la cama, ni que la tuviera más grande, eso a las mujeres
no nos importa, cuenta la leyenda popular. El tipo tenía algo, además de ser
más joven, de tenerla un poquitito más grande y de hacer el mejor sexo oral de
la historia del sexo.
El marido
tomó un raviol con el tenedor y se lo llevó a la boca con decisión, al último instante se arrepintió y
lo dejó en el plato.
¿Que puedo
reprocharle en fin a esta mujer? Si me la sigue chupando con la misma
dedicación que hace diez años, y si sabe Dios que habrá probado pijas su
esposa, que antes de conocerlo se había pasado a la mitad del barrio en que
vivía con sus padres a la tierna edad de veinte años.
El vino
estaba aguado, el silencio se hacía insoportable, el tictac del reloj resonaba
como si fuera un ejército invasor que venía a destruir aquel hogar tan
equilibrado, tan lindo, tan perfecto, la fotito enmarcada en la repisa, al lado
de los libros devolvía a dos sonrientes enamorados, dos personas que se habían
prometido amor eterno, pero amor no es lo mismo que calentura, se dijo.
El hombre
tomó el tenedor, se comió el bendito raviol, saboreándolo como si fuera el
último. El agua caliente le resbaló por la lengua, se tomo un trago de vino y
dijo
- Está rica
la comida amor.